VI. ZAPATA TENIA MOTIVOS PARA
SER REVOLUCIONARIO

Pregunta: ¿Qué nos puede decir sobre los orígenes de Emiliano Zapata, la impresión que usted conserva de él, de su modo de ser y por qué razones se incorporó (Zapata) a la Revolución?

AA: Pues mire usted, la familia de Emiliano Zapata es de origen revolucionario. Su abuelo fue revolucionario, según me platicaba. Emiliano era de corazón y de instinto netamente revolucionario e ideas honorables, podemos decir, porque él siempre pedía por la gente humilde, dado que él había sufrido bastante con los hacendados. Toda su vida fue empleado de las haciendas como caballerango o vaquero. Sus padres tenían tierritas en Anenecuilco y se dedicaban a cultivarlas para vivir de ellas humildemente y claro, como él convivía con la gente de abajo y trataba con los hacendados, veía el sufrimiento que pasaban y por eso odiaba tanto a los españoles.

La gente lo veía como uno de ellos, porque era de cuna humilde y sencillo, si usted quiere hasta inculto, pero tenía el corazón sano, con ideas muy adelantadas, quería que los pueblos tuvieran sus propias tierras y aunque no se sabía expresar, cuando platicábamos me decía del interés que tenía de que los pueblos volvieran a surgir, como antes, con sus libertades. Emiliano odiaba de todo corazón a la hacienda y al gobierno. Era enemigo directo de las autoridades de Villa de AyaIa porque extorsionaban a los habitantes de Anenecuilco que en su mayoría estaban representados por Emiliano Zapata, quien defendía los intereses de todos a como diera lugar, lo que provocaba que cuando no era perseguido por las autoridades, estaba en la cárcel. Emiliano me comentó cierta ocasión, que por estas circunstancias su hermano Eufemio se vio obligado a salir de allí. Un día fue a la Villa llamado por las autoridades, había tenido dificultades con las mismas y en castigo lo metieron a la cárcel, pero cuando su hermano Eufemio se enteró de que lo iban a trasladar a Cuautla, inmediatamente se armó. Llevaban a Zapata cinco rurales armados. Los esperó entre la Villa y la hacienda de Santa Inés, por el río, en donde los emboscó, matando a dos rurales e hiriendo a otro. Así les quitó a Emiliano quien entonces se fue a una cuadrilla que se llama Miquetzingo, pero como tenía una novia, por venir a verla a la Villa lo agarraron y fue cuando lo metieron de soldado. Eufemio se fue para Chihuahua en donde estuvo bastante tiempo. Como usted comprenderá, era necesario que Eufemio se fuera lo suficientemente lejos, porque de no hacerlo en esa forma hubiera sido detenido por los rurales y fusilado. Mientras tanto, Emiliano, que estaba en la cárcel, fue enviado a Cuernavaca en donde al darse cuenta de que era un hombre de a caballo que les sería de mucha utilidad lo hicieron soldado rural durante como año y medio, que fue el tiempo al que estaba condenado. Durante su estancia como rural simpatizó mucho con un oficial del que fue asistente y caballerango, dado que Emiliano conocía mucho de caballos. Entonces lo soltaron y se vino, pero eso motivó que creciera el odio que ya de por sí sentía por el gobierno. Viene el caso de la propaganda maderista que le platiqué y después la lucha por un cambio de gobierno en el Estado, disputado por el general Leyva y los Escandón, ambos querían ser gobernadores, pero ganó y quedó como gobernador un coronel de nombre Julio Alarcón. Leyva perdió porque iba con el pueblo bajo. Emiliano Zapata, mientras tanto, se regresó a su pueblo, Anenecuilco, para dedicarse a su trabajo. Siempre fue trabajador de haciendas porque, cuando no era vaquero, era guardacampo, cuando no caballerango y así vivió ahí. Se convirtió en revolucionario cuando fue invitado por Burgos, que era originario de Tlaltizapán.

Bueno, luego regresamos a querer tomar la hacienda de Rancho Nuevo, pero surgió la de malas o la de buenas, que en ese momento llegaban tropas rurales que venían a dejar parque y armas, a efecto de que el hacendado armara un grupo de cincuenta individuos para su defensa y por tal motivo ya no entramos, sino que mejor nos fuimos a Tlaltizapán y de aquí por la noche a Tlaquiltenango, donde entramos a las cinco de la mañana. Las fuerzas federales estaban en Jojutla. Nosotros debimos haber ido como cuatrocientos hombres ya, mal armados si usted quiere, pero ya era un grupo grande. Entonces yo tenía ahí unos parientes Bonfil, entre ellos uno llamado Benjamín, radicado en Tlaquiltenango y otro llamado Adalberto que vivía en Jojutla. Yo fui a la casa del tío, padre de ellos, ahí nos dieron alimentos en la mañana para que pudiéramos salir, pero no faltó quien fuera de Tlaquiltenango a Jojutla en donde había rurales, diciendo que éramos un mundo de gente que íbamos con rumbo a Jojutla con la intención de coparlos y acabar con ellos. Estas noticias asustaron al jefe de los rurales, ordenando emprender la retirada hacia Cuernavaca. Entonces a Adalberto le platicaron que habíamos saqueado la tienda de su hermano Benjamín en Tlaquiltenango y salió rumbo a ese pueblo para confirmar la noticia. Cuando llegó se dio cuenta que era mentira y hasta me saludó en la mentada tienda que era donde me encontraba en ese momento. Ya Emiliano me había ordenado que me quedara a la retaguardia porque nos íbamos a "Los Hornos", saliendo él con una parte de la gente, cuando me da la noticia mi primo Adalberto, quien antes me preguntó: "¿qué, ya se van?"; "sí, ya nos vamos" le contesté; "pero qué van a hacer a Los Hornos, si los rurales que estaban en Jojutla van en plena retirada y tan de prisa que hasta van tirando las mochilas, rumbo a Cuernavaca; desde la mañana salieron". Corrí y monté en mi caballo, le hablé a la gente que me seguía y me fui rápido a Jojutla, mandándole al mismo tiempo un emisario a Emiliano con el que le informaba se regresara, que mejor nos íbamos a Jojutla, ya que se había retirado el "gobierno". Cuando llegué a Jojutla todo estaba en paz, las puertas y ventanas de las casas permanecían cerradas, la gente espantada y atemorizada, pero siempre hay hombres valientes. Mire usted, el único que me esperó fue un soldado de la policía que se encontraba en la puerta de la cárcel, parado con su pistola al cinto, llegué y le pregunté: ¿qué está haciendo usted?, ¡pues aquí estoy de guardia! Ya ordené que le quitaran la pistola y el hombre no se opuso, le pregunté que dónde se encontraba el alcalde y me contestó que no lo sabía, entonces mandé buscarlo y lo encontraron; ése sí que venía acobardado. Le mandé echar fuera de la prisión a los cuatrocientos presos que tenía; yo personalmente me metí a echar fuera a los presos, pero no sabía que entre ellos había un español que se encontraba detenido porque había matado a un mexicano. Luego luego que se enteraron, todo el mundo contra él. Lo detuve para sacarlo al último y cuando yo salí con todos los demás prisioneros vi un movimiento enorme en la plaza, pues había llegado toda la gente de nosotros y el pueblo salió a las calles para manifestar su alegría. ¡Pero no falta!, el pueblo mismo saqueó una tienda y nos lo achacaron, pero nuestra gente no se llevó ni un pedazo de ropa. Ya más tarde salimos de Jojutla rumbo a "Los Hornos" adonde pernoctamos, pero ya para ese momento se nos habían incorporado unos doscientos hombres más.

Pregunta: ¿Qué hizo el profesor Burgos después de que se separó de ustedes y cómo murió?

AA: Se fue directamente al cerro de Tlaquiltenango, a un ojo de agua donde le estuvieron enviando alimentos, pero uno de tantos días mandó a uno de sus hijos a que fuera a localizar a Zapata. Como las autoridades del pueblo, que eran adictas al gobierno, lo descubrieron, inmediatamente dieron parte a los rurales que se encontraban en Jojutla y agarraron al muchacho, lo amedrentaron y los llevó adonde estaba su padre. Naturalmente como era el hijo menor, joven, sin experiencia y atemorizado, se vio obligado a llevarlos. Pablo Torres Burgos se encontraba solo con su otro hijo y no pudo hacer resistencia, motivo por el cual fue detenido. Se lo trajeron rumbo a Jojutla pero lo asesinaron en el camino junto con sus dos hijos; eso lo supimos nosotros cuando estábamos en Tepexco, donde recibimos esa noticia con gran disgusto, porque para nosotros había sido un buen hombre, revolucionario y sincero. Volviendo a lo anterior, llegamos a "Los Hornos" en donde dormimos y al otro día salimos rumbo a Huautla, descansamos dos días y luego le caímos a la hacienda de Rancho Nuevo, ahí recogimos cincuenta carabinas "Savage" que le habían mandado al dueño de la hacienda para que armara a sus hombres.

Pregunta: ¿De qué manera se hacían de recursos los zapatistas. Ustedes iban a sueldo, cómo adquirían su armamento?

AA: Cada quien como podía. Los jefes nos íbamos movilizando para recoger armas, cuando llegábamos a alguna parte en donde conseguir armamento nos lo repartíamos en partes iguales, como en esa ocasión de la hacienda de Rancho Nuevo en que nos dio ocho o diez armas a cada grupo.

Pregunta: ¿A estas alturas, ustedes ya conocían el Plan de San Luis?

AA: ¡Pues lo traía Pablo Torres Burgos! El nos lo leyó en El Salitrillo, cuando nos presentó su documentación que traía de San Antonio Texas. Entonces fue cuando conocimos el Plan de San Luis.

Pregunta: ¿Y qué opinaba Zapata del Plan de San Luis, ya después que era el jefe ?

AA: Simpatizaba con las ideas de Madero, porque se trataba de darle vida al pueblo de abajo, con los beneficios del gobierno que fuera. Zapata nos decía, que seguramente era el momento propicio para que los pueblos se rehicieran de lo que antes habían sido dueños, por lo que debíamos apoyar al gobierno y que Madero sería el único jefe que iba a responder a las necesidades de los pueblos. Eso nos platicaba en conversaciones sencillas, porque poco tiempo teníamos para esas pláticas.

Pregunta: ¿Y cuando salieron de Rancho Nuevo, hacia dónde se fueron?

AA: Pues ya salimos con una fuerza como de ochocientos hombres rumbo a Jonacatepec, pero desgraciadamente se enfermó Zapata de erisipela, en una pierna, poniéndose malísimo. Amenazamos Jonacatepec que tenía una guarnición de unos 300 rurales, pero al enterarnos que estaban por recibir refuerzos de tropas federales y teniendo enfermo a Zapata, preferimos irnos para Tepexco que se encuentra en los límites de Puebla y Morelos, en donde tuvimos que quedarnos porque Emiliano seguía enfermo y no podía andar. Fermín Omaña que era de Chietla, estando ahí un día, me dijo: yo le hablé a Emiliano para ver qué sacamos de aquí, gente y todo lo demás, pero me contestó que no". Lo escuché y entonces fui a ver a Zapata y le dije: "oye, tiene razón Fermín de que nos movilicemos en Chietla, aquí tenemos bastante tiempo y el pueblo ya está enfadado de darnos de comer", a lo que me contestó: "vete, yo me quedo aquí". Salí llevándome como cuatrocientos hombres, pero toca la fatalidad y la falta de precaución o de conocimiento, que al momento de que yo entraba por la estación del ferrocarril, los rurales entraban por un punto llamado El Arenal y nos encontramos casi en la plaza. Los rurales eran unos doscientos cincuenta, pero disciplinados, bien armados y acostumbrados a la pelea, en cambio yo llevaba, la mayor parte, peones de las haciendas que nunca habían montado un caballo ni manejado un arma, no servían para nada, sólo para que los mataran. Resulta que al encontrarnos con los rurales nos agarramos a balazos y naturalmente que me derrotaron, pero me hicieron más bajas los caballos que los disparos de los rurales, porque empezando a correr aquéllos, que eran animales gordos de las haciendas, mis hombres soltaban las riendas para disparar, se les caía el sombrero, tiraban las carabinas y ellos también se iban al suelo. Me corretearon los federales. Entonces empezó el temor de los españoles contra la gente de Zapata o sea nosotros. Figúrese usted que iba conmigo quien después iba a ser un general de prestigio, Pancho Mendoza, uno de los principales jefes que tuvo Zapata. El era de los comprometidos con Aquiles Serdán, llevaba treinta o cuarenta hombres. Cuando salimos de Chietla, en vez de venirse atrás de mí se cortó y se fue rumbo a Atencingo, en donde había una hacienda en la que había trabajado y por lo tanto odiaba a muerte a los dueños que eran españoles. Llegó a la hacienda, agarró a once gachupines y los mandó fusilar, sin más ni más, sin juicio sumario ni nada. Pues pasó una cosa muy curiosa: de los once que fusilaron, cayeron diez muertos y a uno no le pasó nada, pero del susto también cayó. Ya cuando pasó todo y la gente se retiró, se puso de pie, corrió y se fue. Bueno, yo no estaba enterado de eso. Resulta que llegué a Tepexco y que le platico a Emiliano la situación de lo que había pasado, que me faltaban cerca de cien hombres y que me habían derrotado. Se empezó a reír y pasó. Al otro día me llamó Zapata para decirme: "¿oye, por qué fuiste a cometer ese crimen a Atencingo?" Le dije yo: "¡pero si no fui a Atencingo!" "¿Cómo?,' pero si fusilaron a once españoles". Entonces le contesté: "no es cierto, yo no estuve ahí". ¿Cómo no, entonces quién? repuso. Pues empezamos a investigar y supimos que fue Pancho Mendoza quien los había ido a fusilar porque los odiaba. Zapata lo mandó traer y le llamó la atención diciéndole que las cosas no se arreglaban así, que si un individuo hubiera cometido en esos momentos un crimen o alguna otra cosa estaba bien, pero no por lo que hubieran hecho antes. Con ese motivo cundió el terror entre los hacendados españoles en todo el Estado de Morelos y empezaron a salirse yéndose a México. Así fue como después al sólo escuchar el nombre de Zapata, les temblaban las quijadas a todos.

Pregunta: ¿Y realmente la gente de Zapata saqueaba las haciendas?

AA: No, mire usted, los pueblos eran los que lo hacían, de nosotros raro era el que agarraba cualquier cosa, lo único que nosotros perseguíamos eran los caballos y las armas, pero el pueblo en sí, azuzado por el hambre, el odio y todo eso, se dedicaba al pillaje y al saqueo. Algunas veces les pedíamos dinero a los habitantes de las haciendas, pero era muy poco lo que conseguíamos, dado que los principales propietarios ya se encontraban fuera del Estado y sólo dejaban a sus empleados de confianza. Sólo en una ocasión encontramos dinero en una caja fuerte, pero eran sólo unos ocho mil pesos, que Zapata repartió entre todos nosotros.

 

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TESTIMONIOS DEL PROCESO
REVOLUCIONARIO
DE MÉXICO.
Por Píndaro Urióstegui Miranda.
Instituto Nacional de Estudios Históricos
de la Revolución Mexicana. México, 1987,
Entrevista al Gral. Amador Acevedo, pp. 137-187.