XVII. ZAPATA Y VILLA

Pregunta: ¿Y con Francisco Villa cómo empezó a entrar en contacto Zapata?

A4A: Con él sí estuvo de acuerdo. Mire usted, se encontraron por primera vez en Xochimilco, donde después de firmar un pacto entraron juntos a la ciudad de México. Naturalmente que antes de conocerse personalmente, se carteaban y tuvieron mucha correspondencia, pero ni uno ni otro quiso ser más que el otro. Zapata deseaba que Villa lo reconociera con su Plan, pero Villa no lo hizo. Villa no tenía Plan pero se creía superior, porque tenía un ejército organizado y disciplinado y cada quien quiso operar por su lado. El encuentro de Xochimilco fue muy cordial, se abrazaron, bromearon y platicaron mucho de sus experiencias y de sus proyectos. Tiempo después me platicó el general Pánfilo Natera que a Villa no le cayó bien eso del Plan de Ayala porque no estaba de acuerdo en la forma violenta que quería Zapata se resolviera el problema del campo, no obstante que Villa también era de extracción muy humilde. A raíz del Plan de Ayala, Zapata organizó su Ejército Libertador del Sur, así era la denominación; entonces sí se hace de ciertas bases económicas.

Mire usted, allá en el Estado de Guerrero, Jesús H. Salgado fue el que echó a la circulación las "sábanas blancas". Zapata lanzó también su emisión de billetes llamados los "revalidados" que circularon profusamente. Jesús H. Salgado agarró fuerza después de que mataron al "Atequehuite" en 1912, entonces ya surgió como jefe militar zapatista de todo el Estado de Guerrero, entonces vino la exterminación del gobierno de Huerta. Después de la toma de Chilpancingo, Salgado quedó como jefe absoluto. Entonces éste sin tener fondos ni de dónde sacarlos, fundó un Banco en Apipilulco de donde lanzó las "sábanas blancas", creo que fueron millones.

Como este hombre se creyó en que dijeron que al triunfo de la Revolución él tendría que pagar todo ese billetaje que circulaba y aparte "cartones" que se utilizaban como moneda fraccionaria, entonces Salgado mandó recoger quinientas barras de plata y oro de los minerales Campo Morado y de la Suriana y ya puso el cuño en Atlixco, donde mandó acuñar monedas de a dos y de a peso para recoger todo ese papelerío a cambio de estas monedas que tenían más oro que plata; azotaba usted un peso y volaba, sonaba como no sonó el mismo peso de Porfirio Díaz, aunque un poquito mal acuñado. Entonces Salgado se dedicó a recoger sus billetes y a cambiarlos por la plata acuñada. Zapata, que no era nada tonto, mandó comprar, por medio de emisarios, todas las "sábanas blancas" que al cambiárselas a Jesús H. Salgado se quedó con la mayor parte de las quinientas barras de oro y plata y con las monedas que estaban acuñadas, mismas que fueron depositadas en un cuarto del molino de Tlaltizapán, hasta que todo se terminó. Entonces Chucho Salgado quedó sin pesos, sin billetes y sin nada y ahí acabó. Cuando aquello concluyó, Zapata tenía mucho dinero y lanzó a la circulación todo su billete, que primero no estaba revalidado y después lo revalidó; poco a poco fue cayendo el valor de esos billetes, hasta que no valieron nada. En Jojutla quedaron una cantidad grande de carros de puros billetes sin cortar y sin empacar, que ya no les dio tiempo de lanzarlos a la circulación cuando se tomó la última plaza que abandonó Zapata. Los billetes que usted me acaba de nombrar como "tordillos" no fueron del banco de Zapata, sino que fueron emitidos por Jesús H. Salgado.

Hay una cantidad muy fabulosa de plata que está enterrada en Pozo Colorado, donde Emiliano tuvo su Cuartel General siempre, ahí lo visitábamos frecuentemente.

Ya separado de Zapata, me voy a Chilapa y de allá me vengo con Castillo Calderón para Morelos y nos vamos hasta Tenancingo, de donde Castillo se fue a ver a Carranza para informarle de las dificultades que había. Castillo Calderón era comandante militar de la plaza de Chilapa, pero le cayeron de sorpresa los Castillo, lo derrotaron y le matan como a doscientos hombres y a él lo quiere fusilar Silvestre Mariscal, por eso lo manda traer a Chilpancingo un general García, pero se dio cuenta de la maniobra de Castillo Calderón y me dice: "¿podrá usted sacarme y llevarme para México?", le respondí: "cómo no". Entonces ordené que nos relevaran dos hermanos que eran coroneles y lejos de traerlo para Chilpancingo me lo traje a México: bajé a Tlacolzotitlán, de ahí a Copalillo, a Tenango, a Huachinantla, mi pueblo, a Chausingo y de ahí a Gallegos; de Gallegos a Tehuixtla, a Puente de Ixtla, a Miacatlán y a Tenancingo, donde ya había gobierno carrancista; ya de ahí, Castillo Calderón se fue a México a ver a Carranza para rendirle parte sobre lo que estaba pasando en Guerrero, mientras yo me quedé en Morelos, a un lado de aquí de Miacatlán.

Al pasar por Gallegos se me incorpora un individuo Ocampo que no recuerdo su nombre y que por apodo le decían "el caimán", era un muchacho bueno y simpático; se me arrimó y me lo traje a la plana mayor y un día platicando de Zapata, le dije: "¿tú estuviste con Zapata?"; me dice "¡sí!", fui de los consentidos de Emiliano Zapata, el jefe de ochenta mulas jaspeadas que tenía, su jefe de arrieros, que eran cosa de dieciocho, para arrimar semillas y abastecer el cuartel general, pero cuando ya se aproximaba el gobierno carrancista Zapata empezó a sacar toda la moneda para Pozo Colorado, me pedía cuatro o cinco mulas y se las llevaba con un arriero, llegaba al Pozo Colorado con el arriero y las mulas por la noche y quién sabe a dónde iba. Al otro día amanecían las mulas ahí, ya las mandaba o las traía a Tlaltizapán; el arriero desaparecía y así siguieron perdiéndose hasta que quedaron cuatro arrieros; es decir, viaje al que salía un arriero, viaje del que no volvía. Todo mundo se dio cuenta del cuarto que tenía lleno de bolsas de oro acuñado, barras de oro, bolsas de monedas acuñadas de plata porfiriana; aquello era una cantidad fabulosa, el oro lo había mandado comprar a México con puro dinero revalidado". Eso fue lo que me contó este muchacho Ocampo. Este dinero era para el sostenimiento de la Revolución. Y así fue como estuvo acarreando todo ese dinero, hasta que mató a un muchacho muy consentido de todos que le decíamos por apodo "el indio", era de Huautla, no recuerdo ya su nombre. Entonces Ocampo se espantó, pues nada más le quedaban tres arrieros y pensó: "cualquier día ya no habrá otro y me tocará a mí"; entonces prefirió huir y fue como se me incorporó.

Pregunta: ¿Zapata también tenía su fábrica de parque, verdad?

AA: Sí la tenía, con toda su maquinaria; el general Trinidad Paniagua era el encargado de esa fábrica donde producía su parque. La maquinaria la consiguió en México con la que instaló su propia fábrica, en donde producía parque de "30" y mausser, reparaba rifles y también hacía parque para cañones; no hacían los casquillos, éstos se recogían en los campos de batalla y los recargaban.

Pregunta: ¿Con quién se casó Zapata?

AA: La primera vez que se casó fue con la madre de Nicolás, boda que dicen apadrinó Madero. Después que enviudó se casó con María Espejo, hija de una de las principales familias de la Villa de Ayala. La familia se oponía; lo mismo que ella, pero Zapata consiguió casarse con ella ya siendo un hombre de la Revolución; en plena lucha contrajo estas nupcias.

Pregunta: ¿Y cómo recibieron a Villa y a Zapata en la ciudad de México?

AA: Yo iba ahí y creo que no causamos buena impresión, porque el pueblo de México ajeno a los problemas del campo, estaba temeroso, tímido por los antecedentes ásperos que ambos tenían, sin comprender lo justo de su causa; Zapata por la cosa de los españoles y que incendiaba haciendas, Villa porque mataba mucho y dominaba la situación a base de sacrificios y de sangre humana, por eso el pueblo de México tenía tanto temor. Lo que pasaba es que ignoraba la realidad. Se cometieron algunos perjuicios nada más, pero no de la magnitud que se esperaba o que otros cuentan. Eufemio Zapata sí tenía su caballeriza en pleno Palacio Nacional.

 

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TESTIMONIOS DEL PROCESO
REVOLUCIONARIO
DE MÉXICO.
Por Píndaro Urióstegui Miranda.
Instituto Nacional de Estudios Históricos
de la Revolución Mexicana. México, 1987,
Entrevista al Gral. Amador Acevedo, pp. 137-187.