I. CÓMO ENTRAMOS A
LA REVOLUCIÓN

Una pregunta fascinante para el historiador es: ¿Qué motiva a un hombre a lanzarse a una causa en donde arriesga su vida? Sentados frente a estos señores tan decorosos y respetuosos, estos hombres de paz y ley, es difícil imaginarlos matando a sus semejantes durante diez años de guerra implacable.

Rosalind Rosoff: ¿Por qué no nos platica usted, don Agustín, su nombre, su grado y cómo entró a la Revolución, y luego les preguntaremos a don Francisco y a don Cristóbal?

Francisco Mercado: Uno por uno.

Agustín Ortiz: Soy Agustín Ortiz Ramos, nativo de Acaxtlahuacan, Estado de Puebla. Era yo un pastor de marranos. De ahí, como mi abuelito tenía ganado, era yo pastor de becerros, en mi tierra en Acaxtlahuacan. Y ya más grande me metieron al cultivo de maíz. Y en esto me crié. En eso vino la revolución de Madero y mi papá que se va de maderista. Yo estaba en mi pueblo, y después que supieron que yo era hijo de mi papá, Máximo Ortiz, me persiguió el enemigo, el gobierno porfirista, y abandoné a mi mamá y me fui a los cerros a escaparme.

Yo fui a la Revolución porque mi papá fue maderista y me perseguía el gobierno porfirista. No podía yo estar en mi hogar, sino que siempre andaba yo por los cerros. Para que me mataran en mi casa sentado, pues mejor me fui a la Revolución. ¡Que me maten siquiera con la sangre caliente, que no me mataran sentado en mi casa! Me fui a morir en los cerros. ¿Por qué? Para defender mi corazón y mi cuerpo.

RR: ¿Cómo supo de Emiliano Zapata?, ¿cómo oyó de él?

AO: Comenzando ya la Revolución, ya entonces Zapata ya estaba. Cuando Madero se volteó, ya Zapata era revolucionario. ¡No hasta que se murió Madero se haya levantado Zapata, no! Zapata ya era maderista, no más que tenía el nombre de Zapata, Zapata. Ya después se volteó Madero, ya todos decían: "¡Viva Zapata!" y "¡Muera Madero!" Ya todos eran zapatistas. Así fue. Bueno, y cuando fue la reunión del Plan de Ayala, lo que nos dijo nuestro caudillo, el general Zapata, que si estábamos dispuestos a morir por la Patria. ¿Y qué es lo que le contesté? ¡Que estábamos dispuestos, como entonces acostumbrábamos a decir, hasta no quemar el último cartucho!

RR: ¿Cómo consiguió usted su grado de capitán, don Agustín?

AO: Nosotros andábamos sin jefe. Cuando pedíamos comida o forraje, nos preguntaban: "¿No tienen jefe?" "No, no tenemos." "Pues, se les dará por lástima." Así que nosotros dijimos: "Hay que nombrar jefe. Así no podemos andar. Hasta nos pueden hacer una traición. Ya con un jefe, ya nos han de respetar más. Pues, hay que nombrar uno. A ver a quién vamos a nombrar para capitán." Es el primero el capitán. "Pues, ahí está fulano." "No, ¿cómo crees? A lo mejor después va a salir con una baba fría de que no hay gente. No, no, no." "Te nombraremos porque te vamos a seguir." "Pero, ¿me van a sostener?" "Pues, que sí." "En partes; vamos a poner energía para pedir forraje. Ustedes preséntenme como el jefe, y yo tengo que hablar por todos ustedes."

Que yo soy el jefe de ellos, que yo los mando. Les di a saber a todos. "Pues, sí, vámonos." Pues, que nos vamos a un ranchito. Luego, lo primero, nos presentamos a la presidencia. Pedimos forraje. "¿Dónde está el jefe de ustedes, que se venga acá para poder darle o repartir lo que sea?" "Pues, aquí está." "¿Usted es el jefe?" "Sí, señor." "¿Usted es el capitán o coronel?" "Soy capitán de todos éstos que estamos." "Muy bien. Entonces, ¿qué es lo que usted necesita?" "Pues yo quiero que a ver qué me consiguen por ahí, forraje y un tanto de tortillas, y que repartan a la gente en las casas para darles de comer." "¿Y para usted?" "Pues yo, si hay... Y si no, aunque sea una tortilla." Ya teníamos valor, ya nos obedecían. Y ya que fuimos a Anenecuilco, me dieron una orden para capitán.

RR: ¿Tiene la firma de Zapata mismo?

AO: Sí, allá la sacamos. Pero con el miedo, quién sabe donde quedó. Quemamos todos los nombramientos por miedo. No lo pensábamos como lo estamos mirando.

Cristóbal Domínguez: Como cuando llegaban del gobierno andaban buscando. Ahí andan buscando, trasteando, volteando cosas que no deben voltear...

CD: Bueno, yo soy Cristóbal Domínguez Pérez, nacido en Tlancualpicán, criado en Tlancualpicán. Mi vida empezó así, ¿verdad? Unos dos o tres años de escuela, de colegio, porque antes no había grandes estudios. Empecé a salir a trabajar, a ganar cincuenta centavos diarios en trabajitos. Y luego empecé con mi papá a trabajar en las siembras.

RR: ¿Su papá era dueño de algún terreno?

CD: No. Todos teníamos alquilado, tierra y bueyes. Los bueyes los pedíamos aquí, con el papá de Francisco, Mariano Mercado. Allí en San Juan íbamos a pedir bueyes para sembrar y para temporal. Acabábamos de sembrar y a veces nos dejaban los que nos llevábamos por allá. Nos decían que si queríamos molestarnos en cuidar nuestra yuntita, que allí la teníamos. Y así iban pasando los años, ¿verdad? Haciendo los trabajitos así medianamente porque aquello era muy pobre, el tiempo era muy escaso de todo, ¿verdad?

Aunque había buenos temporales, pero la ganancia de ganar un centavo no había. De normal no teníamos más que la pura siembra. De allí pagábamos nuestra rentita de tierra, pagábamos la rentita de buey y poquita que nos quedaba para comer y esperar otro temporal, y así fuimos caminando hasta después que se murió mi papá y me quedé yo de muchacho.

Ya empezamos a trabajar aquí en el terreno, luchando en el mismo trabajo que nos había enseñado nuestro papá. A la hacienda no iba yo, no fui. Cuando iba creciendo, teniendo sentido para buscar mi vida, hacíamos algo de trabajos en tiempo de secas para comprar nuestras cositas que necesitábamos para esperar el temporal. Después vino la Revolución.

RR: ¿Cómo entró usted a la Revolución?

CD: En la Revolución había unos muchachos de acá de Tlancualpicán que estaban allá en su tierra del general, por Anenecuilco. Allí trabajaban. Andaban un poquito medio de malas y por allí estaban. Y cuando eso fue, ellos ahí estaban y ellos se comprometieron con él. Se vinieron, ya entonces les dio órdenes el general, que vinieran aquí a mover la cosa del movimiento de la Revolución. Y luego que llegaron en la noche, reunieron unas amistades de ellos que tenían, que éramos nosotros y otros más. Y todos ofrecieron acompañarlos. Y así fue.

Dentro de dos días, estaba el general aquí en Cepatlán, el general Zapata. Ahí estaba, y nos juntamos y allá fuimos a verlo y ya de ahí nos determinó los grados, ya nos dio nuestro lugar. A mí me nombró coronel y a Santiago Aguilar, general. A otro lo nombró capitán, Tranquilo Osorio, que ése fue uno de los primeros. Otro, José Palma, capitán, de allá también, que ya estaba con él trabajando. Así nos llamaron, era como nos comunicó el acompañamiento de nuestro general Zapata. Nosotros no nos negamos. Dijimos que sí. Habíamos de acompañarlo.

RR: Gracias, don Agustín. ¿Y usted, don Francisco? ¿Quiere platicarnos su nombre y su vida antes de la Revolución?

FM: Yo soy Francisco Mercado Quiroz. Antes de la Revolución fuimos felices, porque mi padre tenía unos centavitos, y se gozaba la paz de la vida. Mi padre se llamó Mariano Mercado, y mi madre, Guadalupe Quiroz. Había veces en las fiestas, el día de su santo de él o el mío, en que había dos, tres días de fiesta y que iba toda la crema de Chiautla; los políticos, los federales y profesores y amistades. ¡Y baile a derecha e izquierda! Teníamos un salón grande allí en el rancho, donde cabían sesenta parejas. ¡Y no cabían! Afuera el patio estaba también parejo, bonito, y había otras treinta, cuarenta parejas. Nomás figúrese cuánta gente no ocurría! Era la felicidad más grande.

La vida de mi padre no fue de trabajador. No era intelectual, no sabía ni leer, pero tenía muchos centavitos. Teníamos muchitos animales; había más de mil cabezas de ganado y doscientos, trescientos becerros anuales. Había muchito de todo. Todo compraba él por mayor; bultos de cacao, bultos de manteca y bultos de todo. Cabían en el tapanco en la pieza, como una tienda. Pues allí estábamos en el campo, pero comíamos fácil mejor que en la ciudad. Porque era muy familiar mi señor padre, que los domingos llevaba ocho, diez gallinas que eran baratas, de veinticinco o veintiocho centavos de aquel tiempo.

RR: ¿Y de quién era la tierra?

FM: De mi señor padre. Tenía mucho terreno y su ganado. La suerte le ayudaba. Porque, sabe usted que tenía cien yuntas en Tapalayán, Tapalucleca, Santa Anita, y a un lado de Matamoros. Pagaban muy puntualmente las seis cargas y él no vendía los bueyes hasta que se morían. Llevábamos cada año treinta, cuarenta toros para refaccionar los bueyes viejos, y los viejos ya los vendía en Atlixco. Y los nuevos los ponían a trabajar tiempos de aguas, tiempos de secas. En las aguas, en sus siembras; en sus cosechas; y en las secas iban a trabajar a las haciendas.

Trabajaban desde el Teruel, Tetetla, Rigo y Matlala; a esas cuatro haciendas iba toda la yuntería de mi padre a trabajar, pero a nosotros no nos pagaban más que las seis cargas anuales. Pero era barato el maíz. Cuando se vendía más caro era a siete cincuenta o siete pesos la carga de maíz. Pero como fueron seiscientas y tantas cargas de maíz... Después, mi padre compraba quinientos o mil marranos en las secas. Estábamos en la orilla del camino. Y venían desde Tulcingo, Chila, Caxtlahuacán, El Molaque, Ocotlán, todas partidas de treinta, cuarenta marranos a vender; eran baratos, pues. Los compraba a cuatro, cinco pesos parejo, y los vendía a treinta, cuarenta pesos, ya marranos gordos, porque en las secas, mayo, hacía capazón de toda la marranada, y los soltaba libres en el campo.

En octubre íbamos a echar cuenta de marranos, treinta, cuarenta marranos, ya carnudos, y no les daba maíz aunque tuviera dos o tres coscomates de maíz, no les daba maíz seco. Camaba, quitaba las mazorcas, en quince días se ponía la marranada buena, y se llevaba mi padre una jaula para Puebla, y nosotros nos quedábamos cuidando los demás. A los ocho, o a los diez días, regresaba a contarlos, y al bajarse en Tlancualpicán, le decía al jefe de la estación que para tal día necesitaba una jaula del ferrocarril: "Sí, señor Mercado." Y aquí cortábamos otra vez ochenta marranos a Tlancualpicán a embarcar; ya se iba otra vez y nosotros nos quedábamos a cuidar los demás. Había ocho, diez gañanes mozos, que nos ayudaban a trabajar.

Entonces eran baratos y todo regalado. Y no había enfermedades. No había nada. Pues, ¡cuántos miles de pesos no hacía con los marranos! ¡Y con la cosecha del maíz que se vendía, y ganado!, porque a veces me decía, como era yo dizque el caporal, un vaquero, me decía: "Hijo, ¿cuántas vacas podemos vender gordas?" "Lo viejo y lo brioso." Pues, total, les vendíamos cincuenta, cuarenta, lo que se pegaba la gana. Toros, cuantos podíamos llevar a refaccionar a los bueyes, y los que sobraban, los vendía. Como veían que el ganado de mi señor padre pegaba allí, los pagaban bien, en esa época en que no valían, a él se los pagaban a treinta y cinco y cuarenta pesos el toro. Que antes aquí valía quince o veinte pesos, y todo era negociar los dineros.

El mejor mercado era Atlixco. Se vendía lo mejor, y maíz y todo. Yo tenía tres hermanos menores, jóvenes, estaban muy chamacos. Yo era mayor, dizque trabajaba yo. No es que lo quiera maletear, pero como no era yo borracho ni jugador, pues a todos los comercios les decía mi padre: "Lo que necesite mi hijo, yo pago lo que sea. No le nieguen nunca nada." Pues, dondequiera que llegaba yo: "Quiero cincuenta, cien pesos." "Cómo no, Panchito. Aquí está." En esa época lucía mucho el dinero. Había, a veces por ejemplo, kermeses y esas cosas. ¡Cómo no gozaba yo todo!

RR: ¿Y con novias?

FM: A ésas les tenía yo vergüenza. En la garganta se me atoraba decirles que las quería yo. Me crié en el campo, campesino, no tenía yo roce social, para decirles que las quería yo se me atoraba aquí en la garganta. Pero había otras oportunidades, como era yo hijo de don Mariano, pues, no más por cualquier cosita, me decían que sí, pues. Tenía yo esa garantía de que en todas partes, mi padre decía: "No tengo yo más que a mi hijo, que es un hombre trabajador." Pues la fama corría como manteca. No tenía yo vicios. Nunca me gustó la copa ni la jugada, lo que gastaba yo era en regalitos para novias. Pero era una satisfacción para mi padre, que siempre tuviera yo centavos.

Tenía muy buenos caballos, en aquel tiempo en que no valían, compraba caballos de a doscientos, trescientos pesos, ¡que eran caballos! Toda la "esgrima". Y me gustaba, pues era yo "Don Panchito". Yo sí. ¿Para qué lo voy a negar? En tiempos normales gocé la paz de la vida.

En primer lugar, sabe usted que mis padres se fueron a Puebla y me dejaron a mí solo, y me acosaban hasta que me colgaban porque querían dinero, y por eso me tuve que haber tomado las armas, para defenderme. Y en segundo lugar, me lancé por el motivo de que me gustó la idea de Zapata que se oía, que iba a repartir las tierras y que iba a defender a los pobres. Esa fue la causa. Mirando la situación y conviniéndome los ideales del general Zapata, nos reunimos con otros amigos, y nos fuimos a buscarlo, y que lo encontramos en San Juan del Río. Y ya al otro día me puso de avanzada para Axutla y de Axutla nos fuimos a Huehuepiaxtla. Allí hicimos dos días descansando, y al tercer día me dice: "Pancho, vamos a salir para Chinantla, te vas de avanzada." "Está bien." "Ya sabes, si te acosa la gente, apresura el paso, y si ves que se agota, te detienes para que no nos cortemos." "Está bien."

Así lo hacía yo. Yo iba de vanguardia con mi gente. Ya de regreso llegamos allí a Chinantla y me dice: "No me gusta el rumbo, Pancho." "Pues, ordene mi general." ¿Yo qué quiere usted que dijera? Que ordena: "No hay como mi rumbo." "¡Vámonos!" Media vuelta. Nos regresamos de Chinantla otra vez a Huehuepiaxtla. Llegamos a Huehuepiaxtla; allí dormimos. A otro día se presenta un coronel que había yo dado una firma de dos caballos y dos carabinas a unos amigos que tenía yo en Ayoxustla para la tropa que llevaba yo. Le dije a Zapata: "Señor, efectivo, tengo los caballos y las armas, pero si los quiere usted..." "No, no, a ti te los dieron como de confianza, estuvo muy bien, así me gusta, que tengan gente donde quiera." "Gracias, general." Me fui.

Al poco, cuando más al cuarto de hora: "Dice el general que vayas." Dije: "Ya sucedió otra acusación." Pues, como esto había pasado. Y que me voy. "Ordene usted, mi general." "Siéntate." Ya no me dijo: "Esto es." No: "Siéntate." "Me conviene que tú te vengas aquí al Estado Mayor conmigo." "Ay, jefe, no puedo." "¿Por qué?" "Porque en primer lugar qué dirá mi gente, que nomás los comprometí y ahora los abandono. Es el primer punto, y el segundo, pues no sé todavía, no me sirvan las balas, sea el más correlón y voy a descomponer su Estado Mayor." "No los quiero muy hombres, nomás que se paren bien."

Dondequiera me salía. "Ándale tú, Navarro, vete a decirle a la gente de Mercado que no se quede uno, que todos vengan, que los necesito." Y ya estoy allí preso. "Fórmense de cuatro en fondo." Les empieza a arengar: "Vean, yo necesito aquí a Pancho en mi Estado Mayor. Y quiero que ustedes nombren su jefe. Pero que lo respeten, que lo obedezcan, y que él vea por ustedes, que yo también veré por ustedes. Estaré a la vigilancia de ustedes." Todos para el jefe Jesús Vergara. "¿Ya vistes? Ya se arregló. Así es que tu gente ya nombró a su jefe."

Bueno, así me fui a ensillar mi caballito y otro de los compañeros (Margarito Peña) dijo: "Jefe, yo quiero quedarme aquí, con Pancho." "Pues te vienes al Estado Mayor con Pancho". Los dos nos fuimos, fuimos a ensillar nuestros caballos y nos pasamos al Estado Mayor. Y desde entonces ya fui del Estado Mayor de Zapata.

Yo no sé quién le dijo al general Zapata que conocía yo el terreno, o adivine usted por qué. Yo no era ni muy valiente ni muy ordenado, ni nada; me quiso llamar para su Estado Mayor. Yo no supe el motivo ni cómo. Quizás vería que me gustaba el caballo y que tenía yo buenos caballitos. Pues me gustaba el caballo, y trancas altas no necesitaba yo abrir, brincaba, y eso le gustaba al jefe, que tenía yo buenos pencos.

Y entré a pie, me hice presente con él. Al salir, le digo: "Jefe, me voy a aquel lado, a acuartelar y a arreglar a la gente, porque mañana salimos a las siete." Estaba la tranca cerrada con palos, y llevaba yo un potrito regular. No abrí la tranca, sino brinqué, y yo creo que eso le gustó a él, que a mí me gustaba el caballo. Me supongo yo. Yo creo que eso me salvó, porque toda mi gente que fueron conmigo, que eran como unos setenta, todos los acabó aquí Joaquín Ibarra. Andaba rodeando Ibarra con buenos caballos y mucho parque, y ellos con caballitos más feos, pues los alcanzaban y los andaban matando. Los acabaron. Hasta Jesús Vergara murió, el mero jefe. Y yo, como me sacó por allá, eso no me tocó.

Nos fuimos a Morelos. Yo por allá no conocía nada. Estaba yo joven, tenía apenas veinte años. Por allá no conocía nada. No me despegaba yo de él. Pero él lo comprendía porque me decía: "Por allí por tu rumbo, Pancho, tú; y por aquí por mi rumbo, yo. No tengas cuidado, no te entristezcas. Sólo que veas que caiga yo, mira lo que haces. Pero mientras que yo viva, cuentas conmigo, Pancho." Pues me veía algo triste, como estaba yo cortado por allá.

Zapata me quiso harto y como nunca le dejaba yo, pues no crea usted que de valiente, de miedo. Yo llegué joven al Estado de Morelos sin conocer el rumbo, y vi que había barrancas que no tenían pasos, muy pocos, y dije: "Me cortan, me avanzan, y me fusilan." Tenía yo mucho miedo de morir fusilado. Morir peleando, pues andaba yo en eso, pero morir fusilado, lo sentía yo muy duro. Y nunca le dejaba yo. El asistente se retiraba de los tiros, y yo pegadito a él. Por eso después decía que era yo valiente. Pero no era yo valiente, de miedo no le dejaba yo. Pero ¿qué cosa había de hacer? Él sí era muy valiente, por eso creía que yo también era valiente. Y con él como conocedor, ¡qué me van a matar! Sólo que muéramos peleando. Pero de casualidad ni a mí, ni a él, en varios combates serios, no salíamos heridos. Pues de refilón, aquí tengo un pedazo de bala en la cara; pero son percances de la vida.

Digo que me apreciaba mucho, mucho el jefe. No sé el motivo por qué. Me trataba como nadie, porque en dondequiera, para comer y para todo: "Ándale, Pancho." Y para todo: "Ándale, Pancho."

Sabía que en los tiros era yo quien le respaldaba la espalda. Tirábamos, blanqueábamos, allá en los cerros, en un árbol. "Ándale, Pancho. A ver cómo le vamos a pegar un balazo a ese palo." "Usted ordena, jefe."

Debajo del caballo, y con la pistola, o llegarle sentado en el caballo todavía. Y tiraba yo muy bien, pues de tanta práctica, tanto que tiraba yo, tiraba yo regular. Y le llegaban cargas, como tenía él un 30 especial. Una o dos cajas de parque. "Ándale, Pancho." Yo siempre con la pistola tenía harto parque. En los combates, cuando veía que alguna cosa era de pistola. "La pistola, Pancho." Se veía que tiraba yo mucho muy bien con la pistola.

Otro que estuvo en su tiempo muy a su lado del jefe era el profesor Montaño. En la situación más triste, más dura, sólo Montaño. Eso sí, se quedaron solos ellos. Yo me quedé a una distancia corta, porque nunca lo dejaba al jefe lejos. Me estaba yo dando cuenta de lo que platicaban, este Montaño con el jefe, pues siempre se quedaron solos los dos para platicar. Se quedaron solos a platicar asuntos de la Revolución, altas y bajas. No delante de todos. Solo a mí que en aquel tiempo estaba cerca del jefe. A mí sí. "Tú, quédate allí nomás, Pancho." Sí me tenía confianza, quién sabe por qué. Pero siempre me quedaba aunque oyera yo lo que estaban platicando. Los otros no.

En los libros hay unas cosas que le tiran al profesor Montaño, pero son políticas. Porque después se le agregaron muchos intelectuales y empiezan a dar en contra de Montaño. Yo que anduve con ellos no creo que era capaz Montaño. ¡Y haber mandado matarlo Zapata!

RR: ¿Cómo llegó usted a capitán?

FM: Iba yo al cuartel general. Una vez le pedí a Zapata permiso para andar un mes o dos con un primo hermano que tenía yo, Julio Tapia Mercado. Y me dio permiso. Y ya una vez le dice Jesús Morales a Julio: "Préstame a Pancho para que vayamos al cuartel general." "No puedo mandarlo. Está aquí conmigo pero como primo no como soldado." Ya entonces se dirigió a mí: "Anda, Pancho, acompáñame, vamos al cuartel general." "Vamos." Ya fui con Morales. Trató su asunto. Ya para terminar le dice a Zapata: "Dé el grado que sigue aquí a mi capitán valiente", dijo Morales a Zapata. Dice: "Pero ¿qué conoces tú de valiente?" "Yo sí conozco a Pancho porque es mío. ¿O no es cierto, Pancho?" Le dije: "Sí, general." Dice: "No, éste juega dondequiera. Déle el grado que le corresponde." ¡Me dieron mayor, pero por pedimento de Morales!

RR: ¿Por qué dejó usted el Estado Mayor?

FM: Entonces mataron a un coronel que andaba mi hermano con él, y era su segundo. Y entonces la gente no se quiso ir con su hermano del difunto, sino que prefirieron quedarse con mi hermano Antonio.

Y una vez, el coronel me dice: "¿Qué andas haciendo de bola de lumbre por ahí? Vente conmigo. Así en una expedición voy yo, y en otra tú." Pero le dije: "Necesito decirle al jefe, si le conviene." Ya fui y hablé al jefe. Dije: "Jefe, mi hermano me hace esta proposición, para cuidar a nuestro padre enfermo, porque ya ve usted que no hay respeto. Necesitamos cuidarlo." "Está bueno, me parece. Tú donde quiera juegas" -me dice-: "Vete con él, y está arreglado como si anduvieras conmigo. Está bien."

Ya fue en una expedición mi hermano, y yo quedaba en la casa con cuatro, cinco soldados, a cuidar el campamento. Iba yo, y se quedaba mi hermano. Así, sucesivamente lo hicimos hasta que terminó.

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Rosalind Rosoff y Anita Aguilar. Así firmaron el Plan de Ayala.
Septetentas No. 241, Secretaría de Educación Pública,
México, Primera edición 1976.